EL LANZADOR DE CÁSCARAS

El eco de tres campanadas viajó por todos los rincones de la ciudad, aún por debajo del puente donde el niño con cabello de jungla, comía gustosamente la naranja.

Sus muecas entonaban cantares a la acidez agradable del fruto amarillento, que poco a poco, en su loco recorrido intestinal, satisfacía un tanto el hambre del comelón precoz, que convirtió las cáscaras, después de ‘ruñir’ su corteza blanca, en explosivos juguetes de lanzamiento, hacia blancos que solo delimitaba su temprana imaginación.

Fueron muchos y variados cascarazos los impulsados por la débil catapulta de unas manos indiferentes a las normas sobre el aseo que él aún desconocía.

A pocos metros del lanzador con olor a naranja y enmelado hasta las pestañas, se posó suavemente una mosca.  Estaba presto a continuar con sus lanzamientos, pero… lentamente detuvo su mano en el aire, pues de la mosca, cuando sus transparentes alas movía, salían torrentes cristalinos de rojos, verdes, violetas, azules, blancos, amarillos y otros tantos colores, que como por encanto, hicieron brotar sonrisas suaves en el niño allí sentado.

Ese rincón del puente, hasta entonces gris y triste, se rebozó de navegantes luces multicolores y como la brisa, la alegría oculta del único sobreviviente, el lanzador de cáscaras ‘ruñidas’, invadió aquel lugar.

Se paró con la agilidad del elegante gamo y empezó a corretear, tratando de coger los esquivos colores que lo retaban momento a momento.  Corría y corría sin ser agobiado por el cansancio, lanzando al espacio felicidad y cáscaras, que sin él darse cuenta, la mosca le colocaba en sus melosas manos.

Cáscaras, colores, alegría, formaban el mar fantasioso en el cual vivían esos náufragos felices que hacían de su soledad y tristeza, un edén de fantasía.

Los colores huyeron rítmicamente y el silencio arribó bajo el puente, con tímido sigilo.

El viento arreció con suavidad.

Reinó la quietud y la soledad despertó.

El niño sentado en aquel lugar, con su ingenua mirada de sorpresa, buscó con vehemencia los colores, pero ellos se habían ido hacia quien sabe dónde.

Su búsqueda, como el viento, invadió los más recónditos lugares del sombrío bajo puente.

No habían colores.

¡Se acordó de la mosca!

¡Era ella la fuente de aquellos esquivos matices que muy feliz lo hicieron!

Ensortijó aún más sus cabellos, como buscando en ellos la respuesta.

No comprendía el por qué ese habitante mudo, no solo se marchó, sino que, además, en sus gráciles alas había atrapado los colores.

Hizo una larga pausa. Tomó una piedrecilla… y con delicadeza rompió el viento.

Triste paseó su mirada debajo de aquel puente; solo encontró cáscaras de naranja, muchas cáscaras de naranja.

Se sentía algo extraño y la duda empezó a darle vueltas en su cabeza de cabello enmarañado. El recordaba que solo había traído una naranja encontrada en el camino. Entonces se preguntó, ¿por qué entre la humedad y piedras empapadas de musgo esparcidas por todas partes, regadas se ven cáscaras allí, allá y también por no sé dónde? Y esa fue una pregunta sin respuesta.

Otra vez el silencio sentó sus reales.

El niño recostó su espalda a la pared del puente, se chupó los dedos con sabor a naranja, mientras detrás de él, sobre una cáscara sin ‘ruñir’, ¡la mosca se limpiaba las manos de las que se salían diminutos y fantásticos polvos de color que empezaron a inundar la imaginación del travieso infante y el bajo puente que empezó a ser diferente, muy diferente!.

AUTOR: Helmer Momphotes