EL TERMÓMETRO

Allá en el caserío de alargada calle sin esquinas, a la escuela de blanco color y grandes
puerta entreabiertas carcomidas por el comején, llegó envuelto en el sudor, despeinado y
con polvo aferrado a su espalda, el niño de “La Fonda”, como así le llamaban quienes no
sabían su nombre, columpiando en sus manos los cuadernos que agitaban al viento las
hojas arrugadas con dobleces en las puntas. Era como el colibrí; alegre, inquieto y
sorpresivo. De pronto, al atravesar la puerta que daba al patio de la escuela, sus gestos
cambiaron. Parecía que sus ganas de estudiar se hubieran devuelto en zancadas por los
senderos dejados atrás. No quiso entrar al salón de clases. Cabizbajo y arrastrando su
propia sombra, se dirigió hacia el extremo del corredor de apretujadas chambranas y
materos de alambre con flores juguetonas de colores radiantes. Allí, en ese rincón, se
sentó recogiendo sus piernas hacia el pecho. Colocó los brazos cruzándolos sobre las
rodillas, apoyando en ellos su cabeza que en cascada dejaba descolgar el cabello
alborotado.
Ya la algarabía de los infantes que llegaban a cumplir la académica jornada, se perdía poco
a poco, quedando solo desordenadas huellas marcadas en el polvo y junto a la puerta
recogiendo las basuras, el señor de alargada figura con el radio pegado a la oreja. Después
de un tiempo que se sintió hasta en las telarañas más ocultas de la escuela, hacia el niño
llegó la maestra, untada de tiza hasta la conciencia y enredada en la pañueleta anaranjada
que sostenía su ensortijada y aún peinada cabellera:

– ¡Alguien te espera en el salón de clase!

– ¿Quién? – Preguntó el de “La Fonda”, sin siquiera parpadear –

– La silla, la mesa y tus compañeritos. – Contestó la maestra –

Como ahogado en el desdén, cambió de posición la cabeza que ocultó nuevamente entre
sus cruzados brazos y respondió indiferente:

– No quiero ir.

– En el tablero he diseñado una actividad que debes hacer. – Eso dijo la
maestra con la más profunda suavidad. –

Hubo una pausa que permitió al silencio pasearse por el corredor y que el niño finalmente
interrumpió:

– ¿ Qué actividad ?

– ¡ Vamos a hacer un termómetro muy especial !

– ¿Y para qué otro termómetro si en casa ya tenemos uno?.

La mestra se inclinó ligeramente. Enredó sus dedos en la desordenada cabellera del niño y
susurrándole al oído, dijo:

– Este es un termómetro que no es como los otros. Es tan especial que tú
lo puedes llevar en el corazón.

– ¿En el corazón? – Con sorpresa contestó el aún sudoroso caminante –

– Si… Y lo podrás utilizar para medir la intensidad del amor, la comprensión, la
dulzura, la honestidad, el respeto… y muchos valores más de las personas que
se relacionan contigo y con los demás.

El niño recogió los cuadernos. Y antes de ponerse de pie, preguntó:

– ¿ Y dónde llevarían el termómetro quienes no tienen corazón ?… ¿Los que le
quitaron la finquita a mi papá, por ejemplo?.

La tristeza en el ambiente se sintió, luego una ingenua caricia hizo brotar otra vez la sonrisa
al niño de “La Fonda”. Y así los dos, entrelazando las manos, recortaron la distancia y
silentes se perdieron por la puerta del salón de clases. Desde afuera solo se escuchó:

– ¡ Vamos a empezar !

AUTOR: Helmer Momphotes